martes, 30 de diciembre de 2014

Cerebro dividido.

(Desbarre usando como motivo los cierres de locales más o menos míticos de renta antigua.)


A vivir con el corazón partido aprendes –o no, pero esa es otra historia- el primer día que eres consciente de que si compras la bolsa de pipas no podrás llevarte más moras de gominola ni otra peseta de gusanos de regaliz. Es lo que tiene la propina corta autogestionada frente a la paciente kioskera. (Supongo que a eso era a lo que se referían en catequesis con el “uso de razón”, pero al final eran las vísceras las que decidían, la gula, el recuerdo –siempre afectivo- del sabor de cada una de esas “delicatessen” en la lengua, en la boca, y sobre todo la anticipación de los placeres que producirían unos minutos después, en la calle o en el cuarto de estar de casa –según la estación del año-.)

Es peor lo del cerebro dividido.

Te pasas la vida creyendo que un día crecerás, serás mayor, una adulta, y una vez valoradas las razones, los pros y los contras de cada cosa, tu cerebro emitirá una respuesta: “Mejor opción” a uno de los lados del debate. Y eso resolverá, cerrará tu discusión interior, y te colocará –para siempre, o sea hasta que nuevos datos obliguen a un nuevo análisis- en una posición.

Pero eso no siempre pasa. O no me pasa.

Para muchas cosas, en muchos temas, sigo coleccionando abiertas listas, cada vez más amplias, de motivos, a favor y en contra. Y no hay manera. Mi cerebro no emite tarjeta ninguna, sigue rumiando datos.

Y eso es lo que mi cerebro hace aún hoy, veinte años después de la primera consideración, con uno de los temas estrella de la temporada, el final de los contratos de alquiler de locales con renta antigua.

A una parte de mí le duele horrores que la fisonomía de las ciudades que amo, de las calles en las que tengo afectos, sean cada vez más unas el reflejo de otras, que cada calle comercial  -“calle Santiago”- de distintas ciudades de diferentes continentes se pueda recorrer siguiendo idénticas franquicias en parecido orden. Pero eso es también cosa del corazón, así que tampoco es objeto de esta reflexión.

Una parte de mí lamenta el cierre de locales normalmente pequeños, tiendas y bares cada vez más únicos, en los que puede que no haya entrado ni un par de veces. Algunos son lugares  oscuros, que siempre mantuvieron ese fondo de aroma a cloaca que suele acompañar al centro de nuestra ciudad, con dueños, encargados, dependientes y muchas dependientas que siempre te miraban por encima del hombro y en que los que jamás se entró siquiera a considerar que el cliente tuviera, nunca, razón. Otros –aunque la parte del personal sin sonrisa se mantenga a veces- son sitios que forman parte de mi historia ciudadana y/o de la personal, y están o estaban llenos de objetos mágicos como aquellas mercerías llenas de cajones con los más increíbles colores de bobinas de hilo o botones de casi infinitos tamaños y colores; esas tiendas de ultramarinos con preciosas balanzas antiguas –alguna con sospechas de que el peso no era tan exacto como debiera- en las que todo –desde los embutidos y los encurtidos a los dulces de navidad, los caramelos, las legumbres o la comida para el pájaro- se compraba por múltiplos de cuarto de kilo –esa medida cuya comprensión te hacía sentir “muy mayor”- y se envolvía en papel parafinado o en cucuruchos de superresistente papel de estraza gris; aquellas papelerías con mil tipos de pinturas y papel en un millón de colores donde descubrimos los bolígrafos de cuatro ¡y hasta de seis! colores; las tiendas de sombreros, guantes y medias –la única lencería en los escaparates de mi infancia- que hacían que las niñas nos pusiéramos de puntillas para espiar el mundo de las mujeres; las tiendas de telas con innumerables colores y texturas; las de ropa –desear lo que gustaría llevar-  y las de zapatos –el olor del cuero-; las jugueterías con escaparates a ras del suelo en el que nos sentábamos o acuclillábamos largo rato para escribir nuestra carta a los reyes; las precursoras de las tiendas de veinteduros donde todo parecía necesario y/o apetecible; las relojerías -ratos mirando el movimiento de las maquinarias, extraño gusto de alguien que casi nunca lleva reloj-; las confiterías y pastelerías a cuyos escaparates les salían narices chatas de agujeros abiertos y vahos infantiles;  los cines en los que por primera vez entramos en lugares lejanos, pensamos en otras realidades o alguien nos cogió una mano o nos tocó como de refilón una rodilla; los bares a los que nos llevaban los abuelos, y padres y tíos, y un día –¡por fin, tan mayores!- eran nuestro territorio con la pandilla…

Terminado el recuento del corazón, mi cerebro sigue deseando que no desaparezcan de mis calles locales abiertos y en funcionamiento que formen parte de mi geografía y me permitan hacer la compra, tomar algo –un café, un vino, una cerveza, una copa, un pincho, una ración, incluso una comida “de verdad”-, charlar un rato o pararme a mirar por mis calles. Y elige para caminar aquellas calles en las que hay vida, aunque la medida objetiva diga que ese es el camino más largo.

Pero mi cerebro dice también que alguno de esos locales ha tenido veinte años de prórroga siendo competencia desleal –muchos de sus titulares son muy de eso de la competencia- para el comerciante de al lado, que pagaba hasta diez veces más por el mismo espacio dedicado a la misma actividad. Y que alguno de esos locales podía permitirse haber pagado un precio más elevado –como hicieron algunos, pactando, durante esos veinte años de prórroga-.

Y mi cerebro sigue poniendo razones de un lado y de otro. Y no acaba.

Así que hoy, en esto, confieso, cerebro dividido.

lunes, 17 de noviembre de 2014

¿Dildo, vibrador...? La RAE responde

#imo/emo

Este es un mensaje para Zoográfico Rodrigo y el resto de quienes os interesasteis por el tema del término incluido en la RAE para vibrador, dildo...
Y un comentario de esos del lado femenino -o feminista- además.
¿Os acordáis de la entrada El diccionario como dildo, y que escribí algún comentario "malvado" y "malpensado" sobre que era posible que las autoridades del lenguaje de la RAE no hubieran considerado en ningún momento que había que escribir en su lista un nombre para algo tan poco importante, tan femenino -en general-? Pues decidí preguntarles;
"Querría saber cuál es la palabra con la que la RAE designa al aparato
utilizado como estimulador sexual, conocido como vibrador, dildo, etc...
Muchas gracias."
Y me han respondido.
"En relación con su consulta, le remitimos la siguiente información:
Aunque aún no se ha volcado al diccionario en línea*, figura ya en el nuevo DRAE la voz en los siguientes términos:
vibrador, ra. adj. Que vibra. ● m. 2. Aparato que produce vibraciones. ‖ 3. Aparato, generalmente en forma de pene, cuya vibración se utiliza para la estimulación sexual.
Incluso figura, obviamente sin referencia alguna a vibraciones, la siguiente voz:
consolador, ra. (Del lat. consolātor, ōris). adj. 1. Que consuela. Apl. a pers., u. t. c. s. ● m. 2. Aparato, generalmente en forma de pene, utilizado para la estimulación sexual.
Reciba un cordial saludo."
(*Nota mía: En el diccionario en línea están los cambios incluidos hasta 2012.)
Así que sí, en los dos últimos años han encontrado un momento para hacerle un hueco a una palabra que lo denomine. Y puestos a empezar a darle nombre, han incluido vibrador y consolador (espero que éste tenga una estancia muy breve.)

jueves, 18 de septiembre de 2014

De tradiciones e iniciaciones masculinas a la edad adulta, aprovechando que el toro de vega pasa por aquí.



Ni soy de Tordesillas, ni he visto nunca el “espectáculo” del toro de vega –ni en la tele, tengo que reconocerlo-.

No soy “animalista”, no soy “especista” –o lo soy, según quién lo juzgue: no creo que todos los demás seres vivos tengan los mismos derechos que un ser humano en genérico, no creo que todos sean de mi especie-. Como carne, visto –y sobre todo calzo- pieles.

Siendo trabajadora –y además y sobre todo, siendo mujer- tengo poco a favor de las tradiciones, que suelen repartirnos poco, pagarnos mal, dejarnos en la cocina, saliendo poco y con la cabeza cubierta o recibiendo maltrato.


Pero me duele la idea de que un grupo de seres humanos se prueben como hombres –sea aquí o en Noruega, sea contra toros o contra focas- causando daño físico a quién no se lo hizo – a él, en concreto- previamente. Se me ocurren otros ritos de paso a la edad adulta, desde aguantar estoico la cola del desempleo y un par de entrevistas de trabajo para después manifestarse contra el ministro de turno y correr ante los antidisturbios que pretenden “disolverle” a encargarse con gracia y donaire de las tareas de la casa a diario y comentarlo con los colegas sin disculparse por “ayudar a su madre” sin menoscabo de su “hombría”, a acercarse a una mujer que le gusta o que simplemente le apetece sin pensar que su gesta está destinada al fracaso –si “cae” es una “puta”, si no “cae” una “estirada”-… por comenzar la lista y sin intención de exhaustividad.